Carruajes que se mueven solos.
Subir con el ascensor a la planta
8ª para comenzar. Empezar un museo por arriba, en el que muestran la figura disecada de un caballo albar,
blanco moteado, como color de pelaje más raro, que mira a los ojos, montada
sobre cuatro ruedas de 200 m.m. de diámetro por 30 de ancho intercaladas en una
plataforma de madera reluciente como una góndola, como un antiguo juguete infantil,
para mostrar el comienzo de la historia del automóvil, me parece la mejor de todas
las metáforas, la mejor descripción del concepto, dentro de hasta las más
insuperables alegorías lírico poéticas.
Patente por la evolución en un
mundo en que el transporte terrestre estaba siempre supeditado a los animales
de tiro y carga.
Recuerdo y comparo sin reparo, la
analogía artística de buen augurio en desear mucha mierda a los actores
teatrales en la que se corroboraba el éxito de cada estreno, en cada función, por
la cantidad de carruajes que acudían, y por más espectadores que transportaban
e iban a disfrutar de sus interpretaciones. Y también el acarreo de un problema
inevitable que parecía irresoluto, y que supuso que en 1900, en Londres, que no
dieran abasto, no ya de recoger, sino de no saber dónde meter tanto estiércol.
Pero fue en esta tierra teutona, donde
tímidamente afloraron artefactos con mecanismos intrigantes, que por su
continua transición para su mejora, eran casi diabólicos, mágicos para la
mayoría de los que desconocían que se movían por la combustión más o menos rápida
y controlada de sus primeros motores.
Engranajes, cadenas, poleas,
correas, volantes, balancines, bujes, tornillos, tuercas, arandelas,
espárragos, remaches, muelles, pasadores, bridas, rodamientos, retenes,
embragues, cajas de cambio, transmisiones, dos ruedas, tres, cuatro, seis.
La libertad de movimientos con lo
que puede, y da de sí.
Comer codillo en Stuttgart con mis
queridos compañeros, alumnos, y mi sobrino Javier, sin faltar la mejor cerveza de
trigo Paulaner, en una taberna clásica regida por otomanos en la puerta de la
Selva Negra, o beber vino caliente con sabor a cerezas recorriendo las casetas de feria hechas
de madera de la plaza Schlossplatz, del Castillo, donde siempre hubo actividades
ecuestres y de lúdico ocio, para muchos petulantemente recalcitrantes.
Como
patinaje popular sobre hielo y exposición de trenes de juguete, de vapor o
eléctricos, de mayor o menor escala. Cerca de la continuación de otros locos
años veinte, pero no del siglo XX, sino del siguiente.
Si en la vida sirve de algo lo
que pudo haber sido y no fue, también me penaría no haber aprendido alemán para
saber lo que les decían los municipales de rasgos turcos que reprendían de su
actitud a unos jóvenes músicos callejeros que nos estaban amenizando los oídos.
Por haber defendido a los cuatro muchachos que tocaban en esa misma plaza: Uno
alto con una trompeta dorada, otro con una guitarra española y compartiendo un
violín, una joven con otro que le reemplazaba, con su amplificador, y la gorra tirada
en el suelo ávida del reconocimiento monetario correspondiente, y poco llena de
monedas. Estuvieron un rato dialogando educadamente con los guardias, después
subieron todos un poco el tono, y al rato que desapareció la autoridad, también
se disolvieron aquellos jóvenes y con ellos su música. Sólo quedamos los que
allí estábamos escuchando plácidamente, con las cáscaras de los pistachos que
se comieron en el suelo y el bendito sol de un Diciembre incoherente sin causa
que nos alumbraba, y curiosamente nos calentaba. Pensé que en ese país lleno de
famosos músicos había leyes más melómanas donde se valoraba más su existencia
y se toleraba más su presencia, hasta en las calles, también me equivoque, como
cuando pensé que siempre hace frío.
Músicos, cómicos, actores y
artistas como muchas profesiones comunicadoras, y sin demasiada jactancia,
transmisoras de cualquier cultura y por eso relacionadas con la enseñanza. Con
lo desprestigiado que ha sido siempre su trabajo por ser ímprobo, si quiera
reconocido por recíproca humanidad de ayudar a un triste.
Como si el de los
demás fuera tan registrable hasta el extremo de acertar con toda la moda de
turno de una conciencia colectiva interesada.
Sentir la historia de pioneros
litigantes para una patente de un triciclo motorizado que ganó Karl con su Benz
Patent-Motorwagen en 1886. Un motor Otto, y tres ruedas montados en un paradójico
carruaje.
Benz y Berta.
Algo que nos une a todos en el
espíritu juvenil más genuino es inventar para disfrutar comprendiendo, hasta
llegar a comprender inventando. Cosa que no es sólo de locos excéntricos, ni de
cuerdos vivir sin ilusiones, aunque preferimos el éxito antes que nos duela cualquier
fracaso, que también ellos los tuvieron al principio.
Porque también se aprende que arriesgar
es asumir la dificultad, y luchar por evitarla, vivir.
Ligroína pedía una señora, atenta
y vivaz, con mucha clase, iba ataviada con un vestido de la época profusamente manchado
de grasa en una farmacia de Wiesloch. El viejo farmacéutico estaba perplejo con
ella porque quería llevarse 10 litros de ese disolvente, aun diciéndole que con
menos cantidad tendría suficiente para limpiar la ropa. La acompañaban sus dos
hijos que estaban esperando afuera con el primer automóvil con el motor parado,
hacía calor, todo el calor que puede hacer en Agosto en el estado de Baden-Würtemberg
de Alemania.
¿A dónde vas Berta?, ¿A hacer lo
que no hace nadie, verdad? ¡A dar que hablar!
No dio opción ninguna, ni de preguntar,
ni de contestar, ni siquiera a su marido, solamente le dejó una nota con el
desayuno.
Habían salido de Manheim de
mañana, y pretendían llegar tarde o temprano a Porfheim para visitar a la
abuelita.
Aunque llevaba otras cosas en su
cabeza: Le rondaba la idea de dar a conocer un medio de transporte que todavía
estaba en mantillas, un vehículo automóvil inventado por su marido para
entretener a los que se lo podían pagar, y para demostrarle a él mismo, la
proyección del resultado de su producto que juntaba la aplicación de sus
recursos de ingeniería con su intuición para los negocios. Dicen que es mejor
la femenina, mi opinión sin ser peyorativa, se encamina en demostrar que según
se juntan en empresa aliada, nunca tienen rival, cuando tan bien se
complementan. Demostró en su lanzamiento comercial que serviría para desplazarse
sin animales, para hacer y vender coches.
Museo Mercedes de Stuttgart a dos
horas volando desde Barcelona por encima del paisaje alpino, cruzando Francia.
Que te hagan volar por los aires con un pasaje contratado con una línea aérea y
estar vivo a la vez en feliz coincidencia, y poder observar todo lo que allí
muestran en semejante museo.
No fue un camino de rosas, siempre
son así los comienzos de cualquier actividad insólita.
Berta Ringer, era de una familia acaudalada
y recibió una buena educación que incluía la técnica, con el tiempo inventaría el
principio rudimentario del sistema de las pastillas de freno, nacida en Porfheim,
de soltera empleó parte de sus recursos económicos en invertir en una
constructora de hierro, le venía de cuna tener el don para los negocios, pero
después hizo lo mejor, sobre todo creyó en su marido, y le ayudó empleando su dinero
familiar para la primera empresa automovilística.
Berta fue la primera publicista
de coches, sin actuales posados femeninos característicos, sobre la marcha, y la
primera que intuyó la buena conveniencia de introducción de mejoras técnicas en
sus fabricados, siempre fue por otro lado de lo que ahora nos induce la pesada
publicidad, aunque sólo fuera porque entonces todo estaba por descubrir.
En su odisea, se le rompió una
cadena de transmisión y fue a una herrería, como primer taller mecánico, como hizo
con la farmacia al utilizarla como primera gasolinera.
Con un alfiler de su sombrero
pudo desobstruir una tubería de carburación, con una pinza reparo el encendido,
con una liga mantuvo separado el cable de alta tensión de la bujía del motor para
que no se derivase a masa.
Sus hijos tuvieron que empujar el
carro con motor para subir las cuestas porque el armado este no disponía más
que de dos velocidades, pudiendo haber tenido tres como los caballos: Al paso,
al trote, y al galope, más o menos tendido, y para bajarlas tuvo que mejorar
los frenos con cuero que le proporcionó un zapatero.
Sin radiador, sólo una vasija de pulido
latón, inoxidable unión del cobre con el zinc, para hacer un circuito de
refrigeración abierto con el termosifón suficiente para enfriar el motor,
siempre perdiendo agua por el traqueteo, y por la consiguiente evaporación.
Y para la lubricación grasa por
engrasadores Stauffer, premonitorio sistema de engrase por aceite a presión, que
siguió al de barboteo.
Al llevar a cabo el viaje,
conoció y sufrió todas las ventajas e inconvenientes de semejante talabarte
rodante, por que las experimentó. Sólo le faltó pinchar, pero era imposible
porque decían que las ruedas traseras tenían el aro exterior de hierro y la
delantera recubierta de caucho vulcanizado macizo. En el museo, todas llevan
llanta metálica recubierta de goma maciza.
A los cinco días dieron señales
de vida: Llegados sanos y salvos, telegrafió al ocaso, a su marido, como expectante
continuación de la nota que le dejó con el desayuno de que se iban a ver a la
abuelita.
Me pregunto qué pensarían los que
vieron a la señora y a sus hijos sentados en la extravagante máquina dando
botes por las irregularidades del camino, aminorados por unas escuálidas
ballestas de cuatro hojas, como suspensión mas amortiguada.
Con el tiempo, en Wiesloch, hicieron
un monumento al viaje con el triciclo, representado con un conjunto escultórico
alegórico del viaje, enfrente de la farmacia y primera gasolinera, con la
conductora inaugural, que amarraba con el mismo afán tanto el sombrero como el proto-manillar-volante,
a sus hijos subidos al coche, al farmacéutico con cara escéptica con la vasija
de ligroína hacia abajo en señal de haberla vaciado en el depósito del
combustible, y a un perro acechante de morder el bajo de su gran vestido como manifestación
canina a su testimonio ladrado, cuando contemplan una actividad tan poco habitual
como aquélla, todos en bronce, y unas tuberías de acero inoxidable de pulgada
formando chasis junto con las tres ruedas elípticas apuntando en el sentido de
la marcha, conformando plásticamente el movimiento de aquel invento.
¿Pero esta gente de dónde ha
salido, a dónde irán? Ahora han pasado más de 130 años, pero entonces todo esto
era muy raro y extraño, ahora un automóvil es la solución que realmente cambia
la vida a cualquiera.
Afortunadamente la capacidad jamás
entendió de sexos, pero fue una señora la que llevó el primer auto, aunque pueda
parecer que la inclinación por conducir un vehículo debe tener más tintes
masculinos. Sin embargo, siempre me ha dado la impresión de que antes y ahora
las mujeres conducen sin más motivo de que nadie las lleve.
Todo el comienzo de la historia
en la octava planta del museo de Mercedes Benz de Stuttgart. Daimler con su
montura empujada por su motor endotérmico, la primera moto. Otro invento igual,
con más o menos ruedas.
Reliquias con problemas técnicos
resueltos ancestralmente con el mejor estilo, el que se puede observar, y que
con buen criterio no dejan tocar.
En ésta y en las siguientes
plantas viejos centinelas guardan estos tesoros sin precio como cancerberos. Reconozco
que me atacó el síndrome de Stendal ante tanta belleza técnico-científica, y
hasta algún miembro del museo me llamó la atención cuando, sin darme cuenta, me
acerque demasiado a algún vehículo, como tantas veces me reprochaban los
mayores que lo hiciera cuando era pequeño, cuando veía algún vehículo
estacionado.
Precursores del auto-movimiento.
Fuimos bajando planta por planta,
que por su configuración de trébol a diferente altura acompañan las escaleras
remedando la estrella de la marca.
Incluso vi la maqueta de mi
autobús azul, que reconocí como Mercedes por su forma y con sus cristales
oscuros en el techo arqueado, con las puertas que se abrían y cerraban. Sus
faros redondos, pilotos reflectantes y su ruido del roce de las ruedas contra
el suelo de la cocina, lo lanzaba empujándolo y después con suma precaución lo
soltaba para que rodara y no pegara contra el alzado del hogar o contra la
pared, con su mecanismo interior de volante de inercia por fricción. Me lo regalaron
de niño, en ocasión de un viaje a mi casa de los dueños de un taller de
maquinaria textil de Tarrasa, donde se fue a trabajar mi tío Gregorio. Ni
pegaba ni juntaba que un niño de mi condición tuviera un juguete así. Se me
gravó profundamente, me lo estuvieron echando los Reyes Magos durante muchos
años, hasta que debí romperlo, o me ayudaron a hacerlo alguno de mis hermanos.
No pude reconocer, sin embargo,
aquel Mercedes blindado con rueda 750-16 que nos tocó restaurar en el cuartel
de la Escuela de Automovilismo del Ejercito, en la mili, en Madrid, en
Villaverde Alto, al lado del barrio de San Cristóbal, a donde me iba con mi
flamante 4L de tercera mano de tres marchas con motor Gordini, enfrente de la
Marconi, que en esos tiempos ya disponía de un simulador interactivo con
pantalla de rayos catódicos para que los sargentos practicaran en conducir virtualmente
los carros de combate AMX30 de 36.000 kgs. Ahora, después de más de 40 años,
sería un mal videojuego.
El teniente especialista, con las
dos estrellas blancas de seis puntas, oficial militar, ingeniero aeronáutico de
título y jefe del taller de mantenimiento de vehículos autopropulsados, que
incluía media docena de carros de combate, autobús escolar, camión del pan,
camión grúa para muchas toneladas y otros camiones como los Reo, o los Continental,
de esos que le cambiaban el motor de gasolina por un Diesel Perkins, o
Barreiros, en fin toda la flota del consiguiente escalón del cuartel. Recuerdo
que me asigno la recuperación del sistema de frenos, era de doble circuito con
ayuda de servofreno, a otros compañeros les repartió cada uno de sus
principales sistemas, a unos dio el encendido doble con distribuidor, y magneto,
ambos con avance manual en el volante de dirección, a otros compañeros el
sistema de carga, alimentación, etc. Recuerdo su sistema de palancas manuales
que bajaba la rueda de recambio abriendo el portón trasero del maletero hasta
el suelo. Tenía los cristales de 45 m.m. ya en sanwich de muchas capas, con
elevalunas manual con reductor, y la carrocería de aluminio pintada en negro como
los zapatos de charol, debajo todo el blindaje del chasis de acero reforzado y la
chapa del suelo con unos grosores que ahora ya no son necesarios en un
blindado. Pesaría unos 4.500 kg. y calculamos que podría gastar de 50 a 70
litros de gasolina a los 100 Kms. Recuerdo oír los 8 cilindros en línea con 7.500 c.c. y 230 C.V., ronronear y después bramar por la pista de carros dentro del cuartel que
disponía de más de dos Kms. y al teniente Ocaña conduciéndolo risueño, feliz de
semejante recuperación que fue a parar al Museo del Ejército, puesto que debió
ser un regalo del mismo führer, en los años 40 del siglo XX, a Franco.
Pero aquí, en Stuttgart, no lo vi
en todo el museo entero.
Muchas veces pienso que en
Alemania lo inventaron todo, los demás solo hemos hecho adaptaciones, o sea,
copiado.
Máquinas, ferrocarriles, coches,
carreteras, hasta sistemas políticos, educativos, judiciales, sanitarios,
nacidos para un mundo competente y estilos de vida que exportamos como
positivos y amables. Antes y después de cada guerra.
Pero no, no. Allí no quieren
recordar ninguna guerra, y menos la II Guerra Mundial. Y tienen su motivo,
porque además de que la perdieron, tuvieron que pagar su culpa, como en la
primera, aunque ahora sean otra vez una potencia mundial. Además de que sepan
que también se puede perjudicar a la gente de muchas más formas que con una
guerra, que también se puede matar de muchas maneras, y sobre todo, que una
guerra no la gane nadie.
Como cuando alguien se queda
tetrapléjico en un accidente automovilístico y va acompañando a la policía
haciendo controles de alcoholemia, o dando charlas de sus vivencias en las
auto-escuelas por su intencionado impacto emocional para mejorar la transmisión
a los jóvenes de lo que le puede pasar a cualquiera, o sucede si no se evita.
Al regreso de Estucardia, que era
como se le denominaba en español a Stuttgart cuando reinaba Carolo, nieto de
los reyes Católicos. Si, Carlos primero
de España y quinto de Alemania.
En la 2 de la televisión española, emitían el documental "Las Juventudes Hitlerianas: La última batalla de los niños soldado". La historia de un viejo naci desde niño, supremacista redimido y superviviente de las SS, que
le tocó ir a un colegio en una fecha cercana a las vacaciones y comprobó que
los adolescentes tenían prisa, y no querían escucharlo, sólo escapar, e irse.
Este viejo ario, de aspecto serio,
impetuoso y brusco, y más que seco por lo que le tocó vivir, parece que casi
agarró al vuelo por el brazo a una adolescente emigrante y le dijo en voz alta
para que lo oyeran los demás de la clase: En otro tiempo, te hubiese matado,
sólo por verte.
Se le quedaron los ojos como
platos, y así pudo contarle a todos, cosas que vivió y sufrió para que nadie se
crea más, ni mejor que nadie.
Aunque lo parezca, aunque por ánimo de superación
personal, hasta lo sea, porque si se vanagloria provoca la envidia y el odio de los que no lo soportan, que es lo que provoca todas las guerras, las de
fusiles y las de las otras. Para que nunca haya más guerras, ninguna guerra
más.
También hubiera querido visitar
Munich, y ver a los bávaros vecinos, y la sede de BMW, constructora de
automóviles y motocicletas como las que tiene la familia Berna de Tauste,
recuerdo una visita con mi tío Aurelio a Tomás Berna Giménez en su finca a la
entrada de la población por la rotonda de la carretera de Pradilla.
Me pareció una incomparable clase
magistral que me las mostrara, y poder ver su colección de motos de todas las
marcas mundiales, europeas, americanas, y todas sus BMW, desde la que le dejó a
Luis Berlanga para hacer la película "La vaquilla", hasta su
incomparable R-63 de 1928 que vino en cajas desde Alemania con instrucciones de
montaje, que estuvo expuesta en el Museo de la Motocicleta en Bassella
(Lérida), entrañable vehículo que el concesionario de la marca de Zaragoza se
la cambiaba por cualquier máquina nueva que quisiera, nunca le tomó la palabra,
siempre fue su tesoro, que prestó en su juventud a su amigo Ignacio Leciñena en
su viaje de novios, también taustano, condiscípulo de mi tío Aurelio y alumno
adelantado de su padre que aprendió en el siglo XIX, del maestro forjador
gerundense asentado en las Cinco Villas, Ramón Vigata, herrero de forja del
Mercado Central de Zaragoza, del estilo modernista de Gaudí.
También porque me gusta recordar
esa aventura, me hubiese gustado recorrer ese trayecto de Manheim a Porfheim, y
haber parado en Wiesloch, aunque fuese como cuando hice el recorrido del
encierro de San Fermín, fuera de fecha, tiempo de recorrido y sin toros.
Y siguiendo
con este viaje, sobre todo, después de un agitado vuelo de regreso, que hizo
que los estrepitosos traqueteos vapuleantes, en forma de violentos vaivenes por las
turbulencias provocaran golpearnos en nuestros propios asientos a los pasajeros,
que entre risas y miedos flotantes compartidos, más o menos contenidos, aplaudieran
al piloto del avión al tomar tierra en Barcelona.